Cuando el amor era una ráfaga de fuego en el océano, me susurraste
al oído: “Tendremos una mascota escondida en el pantano”. La llevaríamos a
pasear por la plaza cuando su padre no nos viera, donde la madrugada nos ofrecería
un refugio cálido para evadirnos de la abrumadora responsabilidad del día. Le daríamos de comer, acariciríamos su anfibia piel y afilaríamos sus colmillos, mientras la
Luna nos mirara con esa complicidad eterna que sólo los astros pueden tener.
Aunque lo sabíamos desde el principio, no nos importó: el animal crecería e intentaría devorarnos; y aquella tarde de agosto, mientras masticaba nuestra carne con voracidad, en un instante de lucidez gutural, posó sus ojos en nuestras pestañas, y con sus pupilas dilatadas juró que jamás nos olvidaría.
Aunque lo sabíamos desde el principio, no nos importó: el animal crecería e intentaría devorarnos; y aquella tarde de agosto, mientras masticaba nuestra carne con voracidad, en un instante de lucidez gutural, posó sus ojos en nuestras pestañas, y con sus pupilas dilatadas juró que jamás nos olvidaría.
Antes de morir, nos abrazamos
fuerte y le creímos. Él sació su apetito y se sumergió en las profundidades del
río.
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